Saltar al contenido
Home » Noticias » La vida por tres pesetas

La vida por tres pesetas

Fotografía: Rafa del Barrio

Los salones de té del Madrid de los años 30 escondían tras los escaparates rellenos de dulces y bollos las historias de mujeres que nunca fueron contadas. En una ciudad convulsa y con hambre, todavía anclada en el mundo de las apariencias y con trayectos imposibles, las clases sociales son inamovibles y el mundo se divide, al fin y al cabo, en sólo dos categorías: aquellas personas que suben por la escalera principal y los que lo hacen por la escalera de servicio. Ésta es la historia de las segundas.

Tea Rooms: mujeres obreras, es la adaptación teatral de Laila Ripoll de la obra de Luisa Carnes, una de las propuestas más aclamadas de la temporada que mostró en el Gran Teatro onubense a seis actrices que ven pasar la vida a través de un escaparate que va mostrando imágenes del exterior enlazadas con la trama de la habitación en la que preparan los encargos. Son la parte más baja, ni siquiera les está permitido acudir al salón, territorio de los camareros.

Matilde es el alter ego de la escritora. Mujer seria y discreta que mantiene algo de dignidad y conciencia aunque, como todas, acaba agachando la cabeza por “diez horas de trabajo y cansancio a cambio de tres pesetas” que apenas le da para comer. “Yo pertenezco a la mitad de la de las manos enrojecidas y el abrigo remendado” asume afortunada de encontrar un trabajo tras recorrer medio Madrid con un periódico en mano”.

En aquellas entrevistas de trabajo, las preguntas que le hacían a las mujeres eran su edad, si estaban casadas, cuántos hijos tenían… mientras las miradas se desviaban hacia su escote. Aspiraban a trabajos de servidumbre, las afortunadas a secretarias, accediendo a un mundo laboral a la fuerza porque sus maridos estaban parados, enfermos, no tenían o habían muerto, o había demasiadas bocas para alimentar. Dispuestas a trabajar de lo que fuera, a aguantar lo que fuera.

Siempre con miedo a que las despidan y deshumanizadas. “Aquí ustedes no son mujeres, son dependientas”, les concienciaba la encargada, mujer, sin empatía con la mujer, a la que maltrata y desprecia porque ha conseguido subir un escalón más. Mujer que le intenta robar el marido a otra mujer, la de un camarero del que acepta regalos. Fiel sirvienta y veladora de los intereses del ‘ogro’, don Fermín, el dueño, que sólo va los sábados por la mañana a pasar el dedo por las estanterías buscando polvo y a pagar las 21 pesetas semanales. Nunca dio una peseta de más, ni de menos. Se sienten afortunadas porque no las acosan.

La dependienta que tiene mayor edad ya está “domesticada”, acepta su condición y acaba viendo el mundo por los ojos del dueño. Nunca contó que tenía un marido parado y enfermo, no le hubieran dado el trabajo. El día de su entierro sigue yendo a trabajar para mantener la mentira. Intenta hacer el bien en un mundo que por parte y parte se lo hace imposible.

Llega el verano a Madrid, y las huelgas, y el otoño frío en una “sociedad podrida” de las que ellas son simples daños colaterales, que siempre pierden con cada acontecimiento en un mundo dominado por hombres. Las reivindicaciones se quedan en el pequeño cuarto lleno de cucarachas donde se cambian para ponerse el uniforme que les marca su clase social.

La ahijada del dueño, malcriada y soñadora, que se queda embarazada de un pretendido actor de cine y que muere tras practicarle una comadrona un aborto con una varilla de paraguas.

La harapienta niña de 16 años que la vida y su familia la ha vuelto ladrona y que encuentra en la prostitución lo que no le da la vida.

Historias y más historias, siempre las mismas historias de prototipos de vidas de mujeres. Encasilladas en sirvientas y objetos sexuales. Dependientes de padres, maridos y hermanos. Sin otra posibilidad de ascensor social que el que le proporciona agarrarse a la mano de un hombre.

Historias que no recogen los libros de historia, que no dejaron grandes momentos para ser contados por la historia escrita por los hombres. Vidas que pasaron sin dejar huella, siendo sólo un engranaje sustituible de una rueda que siempre las aplastaba. Pero existieron, escondidas tras un escaparate durante diez horas al día a cambio de tres pesetas.