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Cuando España se desangraba

Fotografía: Clara Carrasco

“¿Qué te importaba a ti la guerra? tú muerta y yo peor que muerto”, se lamentaba Paulino en una España partida en dos, desangrada, en la que el arte se iba muriendo poco a poco, desvanecido entre el fascismo. “Mira que si nos matan otra vez…” ¡Ay Carmela!

El Gran Teatro retrocedió en el tiempo casi 90 años (ya entonces existía) para escuchar ‘Mi jaca’, ‘El Paso del Ebro’ o ‘Suspiros de España’ en la voz de una espectacular María Adánez que se fue haciendo grande poco a poco en el escenario, al igual que Pepón Nieto en su magistral cambio de la tragedia a la comedia.

Banderas republicanas, zarzuelas, brigadas internacionales, fascistas y rojos que debían desteñirse para que “no les dieran un paseo y se quedaran descansando al borde de una cuneta”.

Una España ensangrentada.

Eran malos tiempos. En medio de todo eso había una pareja de artistas, ‘Carmela y Paulino, variedades a lo fino’. Paulino tiene miedo, Carmela es rabia contenida a punto de estallar. Paulino comienza el relato caminando por la puerta de entrada del Gran Teatro, borracho y acabado. Carmela ya está muerta.

El escenario está a oscuras, él es una sombra. Encuentra en el teatro vacío y polvoriento una gramola que no funciona y masculla cantando ‘Ay carmela’. Y la bandera republicana, rota y harapienta. El último vestido de Carmela. Motivo de su muerte.

Y aparece Carmela de entre el mundo de los muertos, un mundo que es España con ríos secos y praderas yermas, campos mustios y personas que deambulan en estado de shock, repitiendo palabras sin sentido. “Prométeme que volverás, no me dejes así, te espero”. Paulino sin Carmela no es nadie.

La historia es un doble juego entre el presente y aquel trágico día de aquella maldita obra que acabó con la vida de Carmela. Las consecuencias y la causa. La triste vida de los actores en la Dictadura y la Guerra Civil, interpretando bajo las banderas de Italia, la España franquista y la Nazi. La humillación constante que los convierten en artistas de varietés para entretener a la tropa vencedora. Paulino lo acepta, Carmela no. Todo es miseria.

Los vencidos sólo tienen dos opciones: La muerte o la sumisión. Carmela y Paulino. La dignidad de la imprudente Carmela y el servilismo del “cagón” Paulino, que discuten por la vida. “No hago el número de la bandera”, se desgarra Carmela. “Somos artistas y hacemos lo que nos dicen”, se desgarra Paulino.

Carmela se va desvaneciendo conforme pasan las horas, su recuerdo se va borrando. Ya apenas siente ni envidia ni pena, tampoco siente miedo. Está muerta. Paulino ya no hace nada en el mundo de los vivos, sólo esperar en un teatro vacío al que cada vez le cuesta más volver a Carmela. Todo se va borrando.

En el mundo de los muertos Carmela se encuentra con Federico García Lorca, que le escribe versos. Notas de humor triste con el recuerdo del Lorca surrealista. “Como hay tantos muertos por la guerra pues no caben todos y nos tienen por ahí, en el limbo”, explica Carmela a sus constantes apariciones en el mundo de los vivos de Paulino. En aquella España, no había tanta diferencia.

Y aquella noche maldita vuelve al recuerdo, aquella noche maldita en la que Carmela ya no pudo con más humillación fascista, aquella última actuación en la que defendió su bandera republicana. Aquella última noche en la que le costó la vida.

Paulino, solo y sin valor, acabará abrazando el crucifijo y enfundándose la azul fascista. Arrodillado. Carmela terminará con una sola palabra en los labios. “España, España, España…”, hasta desvanecerse.

40 años quedaban por delante. 40 años lamiéndose las heridas. 40 años de postración. ¡Ay Carmela!